Cada vez que el tiempo marca alguna página de su libro infinito parece buen momento para mirar atrás. No es casual: el ser humano, tan nómada como el cuento (parafraseando a Ricardo Piglia) en tanto género literario vivo, tiende a detenerse de vez en cuando en algún punto del camino para ubicarse y tomar referencias antes de seguir. No parece pues mala excusa el final de esta primera década del siglo para, en el tema que nos ocupa, hacer balance de lo que el cuento español ha recorrido en este último trecho y, sobre todo, para marcar algunas de las páginas que pueden todavía escribirse en torno al relato breve en nuestro país. Cada vez que eso ha sucedido y se ha publicado en España una antología con vocación de inventario del cuento, en la segunda mitad del pasado siglo o al final de los años noventa, por ejemplo, se ha hablado de la buena salud de la criatura, de lo fecundo de sus manifestaciones y de la diversidad de autores que lo estaban trabajando de forma seria. Sin embargo, esos chequeos sucesivos que certificaban una supuesta plenitud creativa casi nunca vinieron acompañados del mismo diagnóstico en el sector editorial. Aunque el paciente ha mejorado un poco y aquella mala salud de hierro presenta cada vez menos achaques, todavía a veces el cuento parece un disidente dentro de la narrativa más o menos convencional, un hermano menor y rebelde que no deja de joder con la pelota y del que desconfían aún, como ancianos a la puerta del bar, los grandes editores (entiéndase en este contexto el epíteto por capacidad comercial, que no siempre por criterio o estirpe) y muchos de los críticos más influyentes, es decir, los que en definitiva copan los escaparates desde donde las cosas pueden ser dichas para que atienda la mayoría de los lectores.
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