Las cosas que perdimos en el fuego, de Mariana Enriquez, en el suplemento Cultura/s de La Vanguardia

Algo más que gótico porteño

La de Mariana Enriquez (Buenos Aires, 1973) es sin duda una mirada singular e inquietante que ofrece un relato distinto de la historia popular argentina y de su deriva reciente. Repara uno en ello al leer «Pablito clavó un clavito: una evocación del Petiso Orejudo», cuento sobre los crímenes del niño asesino en serie que aterrorizó a Buenos Aires hace un siglo. También en «Los años intoxicados», fulgurante educación sentimental y politoxicómana entre los excesos y el desgobierno de la Argentina de los noventa. Con todo ello, Enriquez va más allá del localismo y deslumbra por la potencia de sus historias y la fluidez de su narrativa, deudora sin complejos de Poe, Brontë, Shelley, McCullers, Puig, la tuerca de James o el primer McCarthy.

Las cosas que perdimos en el fuego es un libro que trasciende géneros porque hay terror, sí, pero también noir, una capacidad proverbial para la crónica social dislocada y la reelaboración subconsciente de una mitología propia. Es decir, literatura llamada a perdurar. Enriquez disfruta explorando sus abismos, tan genuinos como universales, pues si Faulkner nos empadrona a todos en Yoknapatawpha, Enriquez llega al hueso de nuestros miedos con su viaje a las tinieblas de la periferia porteña. Y lo hace desde su condición femenina pero ajena a poses: los efectos de sus cuentos no son premeditados, sino la decantación natural de la vivencia a través de un prisma único y un verbo ágil que no atiende a imposturas. Material conductor atravesado por la peligrosa descarga de la vida: una voz literaria auténtica que galvaniza a los lectores.

Enriquez, escritora precoz, nació en 1973. Todavía niña al final de la dictadura argentina, adolescente con su país en plena catarsis expiatoria colectiva y joven oscura durante el hundimiento socioeconómico general. No extraña que su literatura esté poblada de desaparecidos que regresan, niños terribles, chicas letales, inmigrantes zombificados, fantasmas de mugre, apagones en las calles y otros horrores de barrio. Todo el libro es pues coherente, aunque destacaría el relato que le da título, también el insectario de «Tela de araña», con ese paisaje simbólico tan de Quiroga y, sobre todo, «El chico sucio», cuento magistral que enciende este fuego y me devolvió la añorada sensación de tener delante a una escritora que quedará en el tiempo.

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Crítica publicada en el suplemento Cultura/s del diario La Vanguardia el sábado 4 de junio de 2016.