Hoy todo son cuentos
El cuento español contemporáneo se acerca a su madurez. Se publican más libros de relatos que nunca y los escritores españoles trabajan cada vez más y mejor el cuento, un género literario que pide ser descubierto y disfrutado por un lector atento y sin prejuicios.
Sergi Bellver
El cuento español vive un momento de bonanza editorial en lo que llevamos de siglo. Nuestros escritores están revitalizando el cuento, un fenómeno literario que recoge la tradición a partir de grandes maestros como Chéjov o Poe y que pasa por referentes más recientes como Carver o Cortázar. Los autores que mejor trabajan hoy el relato breve en nuestro país son deudores de esas dos grandes corrientes que podríamos ver, a grandes rasgos, como una cuerda naturalista por un lado y, por otro, como una grieta que cuestiona lo real.
Tras cultivadores del relato breve como Ignacio Aldecoa, Francisco Ayala o Max Aub, nuestra historia reciente del cuento dicta nombres que aún hoy nos ofrecen algunos de sus mejores títulos. Juan Eduardo Zúñiga, el autor que (junto a Alberto Méndez en Los girasoles ciegos) abordó mejor el manido tema de la guerra civil en Largo noviembre de Madrid (1980), ha publicado Brillan monedas oxidadas. Ana María Matute, autora de libros de relatos como Los niños tontos (1956), recibió en 2010 el Premio Cervantes. Cristina Fernández Cubas, que deslumbró a la crítica con Mi hermana Elba (1981), ganó el Premio Setenil en 2006 con Parientes pobres del Diablo. José María Merino, uno de los mayores especialistas del género, prepara para este 2011 un libro de relatos en el que experimenta con nuevas formas. Medardo Fraile, maestro de tantos cuentistas, vio en Escritura y verdad (2004) la edición de sus cuentos completos y acaba de publicar Antes del futuro imperfecto. En resumen, quienes han tratado el cuento con criterio y ambición literaria permanecen fieles a esta forma, que requiere un trabajo minucioso y atento, pero que también depara sorpresas y alguna que otra revelación.
Breve, pero no simple
Escribir cuentos es, entre otras cosas, una renuncia al exceso y al camino fácil. Un buen cuento demanda también la implicación del lector en su tarea. Al lector de cuentos no le basta con seguir un argumento en su trayecto diario en metro, como sucede con la narrativa más simple, sino que tras cada relato queda suspendido todavía en el efecto de lo que estaba sumergido bajo la superficie del cuento. Tal vez por ello el relato breve no lo tuvo fácil con los editores, quienes no terminaban de apostar por él, debido a la escasa cultura lectora que, mal que nos pese, sigue padeciendo España. El propio Medardo Fraile, para quien “leer cuentos no es leer novelas” reconoce que necesitamos “una reforma duradera, disciplinada y seria en la enseñanza, a todos los niveles”. Para que el cuento alcance en España su excelencia convienen varias estrategias que se dan desde hace tiempo, por ejemplo, en el mundo anglosajón. El cuento comenzó a resurgir aquí gracias a una guerra de trinchera, llevada a cabo por varias editoriales independientes y una red de revistas digitales y blogs como, entre otros, El Síndrome Chéjov, del escritor almeriense Miguel Ángel Muñoz. Sin embargo, se echa en falta todavía una crítica especializada en el cuento que disponga de un espacio continuo en los medios. También alguna revista seria que, más allá del triste cuento de compromiso en suplementos, trate el relato breve con mayor rigor y, al modo de Harper's o The New Yorker, publique con asiduidad a nuestros mejores cuentistas.
Pero ahora que las cosas parecen cambiar, la militancia del cuento ha de liberarse también de prejuicios y aceptar que de vez en cuando un novelista o un poeta pueden recorrer el camino contrario a la inercia habitual (la que contempla erróneamente el cuento como campo de pruebas del novelista, salvo excepciones como las de Millás, Marías, Vila-Matas o Menéndez Salmón, que sí atinan con el relato breve), tomarse en serio el cuento y acertar. Dos ejemplos: el poeta Carlos Marzal y su nuevo libro de relatos en Tusquets, Los pobres desgraciados hijos de perra (2010), o el escritor Julio Llamazares, que acaba de publicar en Alfaguara Tanta pasión para nada, una recopilación de sus últimos cuentos.
León es cuna de la tradición oral del filandón y territorio de narradores como el mencionado Merino, el gran Antonio Pereira o Pablo Andrés Escapa. Desde esa sana periferia, el autor de novelas como La lluvia amarilla (1988), que ya abordó el relato con En mitad de ninguna parte (1995), señala que en este tiempo en el que “los escaparates de las librerías están llenos de libros de autoayuda y de novelas de entretenimiento, quizá parezca un error de bulto perseverar en el nihilismo, por más que sea una seña de identidad poética personal”. Tal vez el cuento nada a contracorriente y provoca en sus mejores autores un rechazo al adocenamiento.
El cuento del siglo XXI
Tras la llamada Generación del Medio Siglo, el cuento conoció horas más bajas y sólo algunas obras esporádicas mantenían su aliento. Más tarde, los nuevos cuentistas españoles revivieron con piezas clave que, sin embargo, no bebían directamente de las generaciones anteriores. Eso produjo una suerte de espacio en blanco y, salvo importantes excepciones, las referencias vendrían de los grandes cuentistas norteamericanos (Carver, Ford, Cheever, Capote y Shepard), gracias a catálogos como el de Anagrama, y también de la tradición europea, empezando por Kafka. Así, Quim Monzó, heredero de Pere Calders, o el incomparable Eloy Tizón iban a convertirse en el paso de los 80 a los 90 en dos de las cabezas de puente de la regeneración del cuento en nuestro país. A renglón seguido vendrían libros extraordinarios como Historias mínimas (1988), de Javier Tomeo; Días extraños (1994), de Ray Loriga; El que apaga la luz (1994), de Juan Bonilla; El fin de los buenos tiempos (1994), de Ignacio Martínez de Pisón; El aburrimiento, Lester (1996), de Hipólito G. Navarro y Frío de vivir (1997), de Carlos Castán, entre otros muchos.
A partir de ese caldo de cultivo previo y gracias a expertos como Andrés Neuman o Fernando Valls y sus antologías Pequeñas resistencias 5 y Siglo XXI (publicadas respectivamente por las dos editoriales más especializadas en el cuento, Páginas de Espuma y Menoscuarto), y también a la labor de otros sellos independientes como Salto de Página, Tropo, Lengua de Trapo o Ediciones del Viento, el lector español tiene a su alcance una extensa nómina de cuentistas. Autores que trabajan las cuerdas fundamentales del cuento (Óscar Esquivias, Fernando Clemot, Iban Zaldua o Javier Sáez de Ibarra) o investigan en las grietas que pueden socavar el sentido de lo real (Juan Carlos Márquez, Víctor García Antón, Fernando Cañero o Jordi Puntí). Cuentistas que tocan lo fantástico y lo insólito (Ángel Olgoso, Pilar Pedraza, Félix J. Palma o Manuel Moyano) o que inscriben en el cuento su condición femenina sin hacer “literatura de mujeres” (Cristina Cerrada, Inés Mendoza, Sara Mesa o Eider Rodríguez). Autores latinoamericanos que también construyen el cuento español (Fernando Iwasaki, Norberto Luis Romero, Santiago Roncagliolo, Eduardo Halfon o Ronaldo Menéndez) y autores españoles que desconstruyen lo formal (Eloy Fernández Porta, Vicente Luis Mora, Juan Franciso Ferré o Manuel Vilas). Esta tremenda diversidad y efervescencia literaria garantizan, más que nunca, que el lector dispuesto se contagie, como de la fiebre más bella, de la buena salud del cuento español contemporáneo.
El cuento español contemporáneo se acerca a su madurez. Se publican más libros de relatos que nunca y los escritores españoles trabajan cada vez más y mejor el cuento, un género literario que pide ser descubierto y disfrutado por un lector atento y sin prejuicios.
Sergi Bellver
El cuento español vive un momento de bonanza editorial en lo que llevamos de siglo. Nuestros escritores están revitalizando el cuento, un fenómeno literario que recoge la tradición a partir de grandes maestros como Chéjov o Poe y que pasa por referentes más recientes como Carver o Cortázar. Los autores que mejor trabajan hoy el relato breve en nuestro país son deudores de esas dos grandes corrientes que podríamos ver, a grandes rasgos, como una cuerda naturalista por un lado y, por otro, como una grieta que cuestiona lo real.
Tras cultivadores del relato breve como Ignacio Aldecoa, Francisco Ayala o Max Aub, nuestra historia reciente del cuento dicta nombres que aún hoy nos ofrecen algunos de sus mejores títulos. Juan Eduardo Zúñiga, el autor que (junto a Alberto Méndez en Los girasoles ciegos) abordó mejor el manido tema de la guerra civil en Largo noviembre de Madrid (1980), ha publicado Brillan monedas oxidadas. Ana María Matute, autora de libros de relatos como Los niños tontos (1956), recibió en 2010 el Premio Cervantes. Cristina Fernández Cubas, que deslumbró a la crítica con Mi hermana Elba (1981), ganó el Premio Setenil en 2006 con Parientes pobres del Diablo. José María Merino, uno de los mayores especialistas del género, prepara para este 2011 un libro de relatos en el que experimenta con nuevas formas. Medardo Fraile, maestro de tantos cuentistas, vio en Escritura y verdad (2004) la edición de sus cuentos completos y acaba de publicar Antes del futuro imperfecto. En resumen, quienes han tratado el cuento con criterio y ambición literaria permanecen fieles a esta forma, que requiere un trabajo minucioso y atento, pero que también depara sorpresas y alguna que otra revelación.
Breve, pero no simple
Escribir cuentos es, entre otras cosas, una renuncia al exceso y al camino fácil. Un buen cuento demanda también la implicación del lector en su tarea. Al lector de cuentos no le basta con seguir un argumento en su trayecto diario en metro, como sucede con la narrativa más simple, sino que tras cada relato queda suspendido todavía en el efecto de lo que estaba sumergido bajo la superficie del cuento. Tal vez por ello el relato breve no lo tuvo fácil con los editores, quienes no terminaban de apostar por él, debido a la escasa cultura lectora que, mal que nos pese, sigue padeciendo España. El propio Medardo Fraile, para quien “leer cuentos no es leer novelas” reconoce que necesitamos “una reforma duradera, disciplinada y seria en la enseñanza, a todos los niveles”. Para que el cuento alcance en España su excelencia convienen varias estrategias que se dan desde hace tiempo, por ejemplo, en el mundo anglosajón. El cuento comenzó a resurgir aquí gracias a una guerra de trinchera, llevada a cabo por varias editoriales independientes y una red de revistas digitales y blogs como, entre otros, El Síndrome Chéjov, del escritor almeriense Miguel Ángel Muñoz. Sin embargo, se echa en falta todavía una crítica especializada en el cuento que disponga de un espacio continuo en los medios. También alguna revista seria que, más allá del triste cuento de compromiso en suplementos, trate el relato breve con mayor rigor y, al modo de Harper's o The New Yorker, publique con asiduidad a nuestros mejores cuentistas.
Pero ahora que las cosas parecen cambiar, la militancia del cuento ha de liberarse también de prejuicios y aceptar que de vez en cuando un novelista o un poeta pueden recorrer el camino contrario a la inercia habitual (la que contempla erróneamente el cuento como campo de pruebas del novelista, salvo excepciones como las de Millás, Marías, Vila-Matas o Menéndez Salmón, que sí atinan con el relato breve), tomarse en serio el cuento y acertar. Dos ejemplos: el poeta Carlos Marzal y su nuevo libro de relatos en Tusquets, Los pobres desgraciados hijos de perra (2010), o el escritor Julio Llamazares, que acaba de publicar en Alfaguara Tanta pasión para nada, una recopilación de sus últimos cuentos.
León es cuna de la tradición oral del filandón y territorio de narradores como el mencionado Merino, el gran Antonio Pereira o Pablo Andrés Escapa. Desde esa sana periferia, el autor de novelas como La lluvia amarilla (1988), que ya abordó el relato con En mitad de ninguna parte (1995), señala que en este tiempo en el que “los escaparates de las librerías están llenos de libros de autoayuda y de novelas de entretenimiento, quizá parezca un error de bulto perseverar en el nihilismo, por más que sea una seña de identidad poética personal”. Tal vez el cuento nada a contracorriente y provoca en sus mejores autores un rechazo al adocenamiento.
Matías Candeira / Foto: © José Matías Candeira |
Tras la llamada Generación del Medio Siglo, el cuento conoció horas más bajas y sólo algunas obras esporádicas mantenían su aliento. Más tarde, los nuevos cuentistas españoles revivieron con piezas clave que, sin embargo, no bebían directamente de las generaciones anteriores. Eso produjo una suerte de espacio en blanco y, salvo importantes excepciones, las referencias vendrían de los grandes cuentistas norteamericanos (Carver, Ford, Cheever, Capote y Shepard), gracias a catálogos como el de Anagrama, y también de la tradición europea, empezando por Kafka. Así, Quim Monzó, heredero de Pere Calders, o el incomparable Eloy Tizón iban a convertirse en el paso de los 80 a los 90 en dos de las cabezas de puente de la regeneración del cuento en nuestro país. A renglón seguido vendrían libros extraordinarios como Historias mínimas (1988), de Javier Tomeo; Días extraños (1994), de Ray Loriga; El que apaga la luz (1994), de Juan Bonilla; El fin de los buenos tiempos (1994), de Ignacio Martínez de Pisón; El aburrimiento, Lester (1996), de Hipólito G. Navarro y Frío de vivir (1997), de Carlos Castán, entre otros muchos.
A partir de ese caldo de cultivo previo y gracias a expertos como Andrés Neuman o Fernando Valls y sus antologías Pequeñas resistencias 5 y Siglo XXI (publicadas respectivamente por las dos editoriales más especializadas en el cuento, Páginas de Espuma y Menoscuarto), y también a la labor de otros sellos independientes como Salto de Página, Tropo, Lengua de Trapo o Ediciones del Viento, el lector español tiene a su alcance una extensa nómina de cuentistas. Autores que trabajan las cuerdas fundamentales del cuento (Óscar Esquivias, Fernando Clemot, Iban Zaldua o Javier Sáez de Ibarra) o investigan en las grietas que pueden socavar el sentido de lo real (Juan Carlos Márquez, Víctor García Antón, Fernando Cañero o Jordi Puntí). Cuentistas que tocan lo fantástico y lo insólito (Ángel Olgoso, Pilar Pedraza, Félix J. Palma o Manuel Moyano) o que inscriben en el cuento su condición femenina sin hacer “literatura de mujeres” (Cristina Cerrada, Inés Mendoza, Sara Mesa o Eider Rodríguez). Autores latinoamericanos que también construyen el cuento español (Fernando Iwasaki, Norberto Luis Romero, Santiago Roncagliolo, Eduardo Halfon o Ronaldo Menéndez) y autores españoles que desconstruyen lo formal (Eloy Fernández Porta, Vicente Luis Mora, Juan Franciso Ferré o Manuel Vilas). Esta tremenda diversidad y efervescencia literaria garantizan, más que nunca, que el lector dispuesto se contagie, como de la fiebre más bella, de la buena salud del cuento español contemporáneo.
Diez libros de cuentos del siglo XXI
Nacidos a partir de 1960, sus autores han ayudado, junto a otros muchos, a que la narrativa breve española contemporánea haya alcanzado la mayoría de edad. Cualquier lector que desee conocer de veras los caminos del cuento actual no debería pasar por alto, cuando menos, estos diez títulos, que muestran éticas y estéticas muy diversas del relato.
El último libro de Sergi Pàmies
Sergi Pàmies (1960)
Anagrama, 2000
Junto a El porqué de las cosas (1994), de Quim Monzó (1952), este libro abrió camino no sólo a la mejor narrativa breve catalana sino a toda una escuela, renovadora, de cuentistas españoles.
Los tigres albinos
Hipólito G. Navarro (1961)
Pre-Textos, 2000
La editorial Seix Barral incluyó este título en Los últimos percances (2005), buena muestra de la obra de un cuentista singular, que ha permanecido fiel a la brevedad y a su afán descubridor.
El último minuto
Andrés Neuman (1977)
Espasa Calpe, 2001
Reeditado en 2007 por el sello Páginas de Espuma, el mejor conjunto de relatos hasta la fecha de este poeta, novelista, antólogo y teórico que conoce como pocos la forma y el fondo del cuento.
El malestar al alcance de todos
Mercedes Cebrián (1971)
Caballo de Troya, 2004
Con esta propuesta atrevida e inclasificable la autora madrileña comenzó una singladura que, paso a paso, le ha confirmado como una de las miradas más lúcidas de la narrativa española actual.
La vida ausente
Ángel Zapata (1961)
Páginas de Espuma, 2006
El mejor ejemplo de cómo una deriva literaria puede asimilar y reinventar la herencia de la vanguardia para crear un libro que es ya objeto de culto entre los militantes del cuento.
Parpadeos
Eloy Tizón (1964)
Anagrama, 2006
Tras su deslumbrante irrupción en el relato, el autor del mítico Velocidad de los jardines (1992) supo mantener bien alto el listón de una narrativa única, escrita en continuo estado de gracia.
Como una historia de terror
Jon Bilbao (1972)
Salto de Página, 2008
Uno de los títulos más celebrados de los últimos años. Su autor, gran creador de atmósferas y siempre cuidadoso con el andamiaje de sus historias, supo conectar con toda clase de lectores.
Sicilia, invierno
Ignacio Ferrando (1972)
J de J editores, 2008
Su profunda y palpable formación como lector y una técnica depurada revelan a Ferrando como autor de uno de los libros de cuentos más trabajados y mejor armados del panorama reciente.
El prisionero de la avenida Lexington
Gonzalo Calcedo (1961)
Menoscuarto, 2010
Verdadero corredor de fondo del cuento español y ganador de casi todas las medallas del circuito, Calcedo rebasa con este último libro de relatos la meta más importante de su trayectoria.
Antes de las jirafas
Matías Candeira (1984)
Páginas de Espuma, 2011
Dueño de una voz tan audaz como original, con su segundo libro de relatos este joven autor se presenta como firme candidato a explorar nuevas vías en el cuento que está por venir.
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Publicado en la sección de Cultura del n.º 1.495 de la revista Tiempo el viernes, 25 de febrero de 2011.