Juan Soto Ivars
Sergi Bellver
Uno no es Gay Talese, ni suele llevar traje o americana, una liturgia que sí respeta en cuanto puede el joven autor de La conjetura de Perelmán, Juan Soto Ivars, que tampoco es Frank Sinatra, pero hace siempre las cosas a su manera y con estilo. La literatura es una historia de ladrones y aquí estamos, dos camaradas de letras y sin embargo amigos, robando de la experiencia y de la ficción para decirle unas cuantas cosas a los lectores, para hurtarle a Talese que Juan Soto Ivars sin Facebook es como un Darth Vader sin Estrella de la Muerte, como un Bill Murray sin submarino en The Life Aquatic, pero mejor. En la red social Soto es un personaje popular, irreverente e ingenioso, un agente dispuesto a sembrar el mundo de confusión, pero del teclado de su ordenador salen también artículos brillantes para revistas como esta y, sobre todo, textos como el que acaba de publicarle Ediciones B. Un debut narrativo por todo lo alto con el que Soto Ivars revela una voz sorprendente y honesta, la de un escritor dispuesto a enviar vibraciones a través de la industria del libro y en el cara a cara de la lectura, igual que una página salvaje de Facebook puede agitar la red o una buena novela puede y debe agarrar al lector por las solapas.
A un autor novel que publica en un sello como Ediciones B, ¿le da para pagarse un buen sastre? ¿Estrenas un traje a tu medida?
En el Zara suelo encontrarlos. Ediciones B se ha portado como una editorial independiente: les hablé de mi idea para la novela y me dieron carta blanca y un contrato. Estrenarse así, con un sello que ha publicado algunos de los libros más leídos de los últimos años, supone una gran responsabilidad. Para mí ha sido un aliciente y me ha ayudado mucho a pensar en el lector, algo que por lo general no haces en tus primeras creaciones.
Hablando de medidas y de ideas, tu novela es extensa pero fluida, densa y ágil al mismo tiempo. ¿Cómo surgió?
Leí en el periódico sobre este matemático que rechaza los más grandes honores y vive con su madre en un piso pobre de San Petersburgo. Decidí convertir a Grigori Perelmán en el Halcón Maltés de mi novela: el punto alrededor del que giran la acción y los personajes. Un tema esencial en esta novela es la convivencia con el silencio, cómo una persona que no nos da ninguna pista, que no se comunica, puede ser el centro de un peligroso torbellino. Así, la propia historia marcó la extensión.
Mezclas realidad y ficción para dibujar una Rusia ucrónica y algo disparatada, con lapones en Tunguska o el remedo de una situación política ya de por sí peculiar. ¿Por qué esa Rusia como marco para tu novela?
Nací en 1985. Rusia se convirtió en un país mutante que trataba de occidentalizarse antes de que yo aprendiera a pronunciar Gógol. Pero hoy día sigue manteniendo estructuras propias de aquel monstruo fabuloso que fue la Unión Soviética. Para un occidental hijo de la sociedad de consumo, Rusia es un territorio perfecto en el que sembrar la fantasía. Fantasía controlada, sin embargo, porque la novela está llena de referencias reales. Pero es también el país donde Mary Parsons, una americana jovencísima y rebelde, conoce a Perelmán y se ve envuelta en una aventura exagerada. Se me ocurren, aparte de España, pocos países que se presten tan bien a un juego de este tipo.
Tu protagonista, por cierto, es una especie de Ignatius Reilly 2.0, ¿no?
Pero aquí la conjura (o conjetura) no es de necios, sino de sabios.
Si convirtieras La conjetura de Perelmán en un estado de Twitter, sería...
El silencio es una mentira de sírvase usted mismo… y trae mucho ruido.
En ese sentido, y como sucede a veces en la mejor literatura, tu novela parece alegórica, la búsqueda de una fórmula que demuestre cierta teoría del mundo, un pretexto para contar otra cosa.
Si una historia sólo cuenta una serie de hechos, se convierte en mera anécdota. Me gustan las anécdotas entre amigos, pero a un libro le pido más. La conjetura de Perelmán habla de la incomunicación entre los mayores y los jóvenes, de nuestra ignorancia sobre las matemáticas (que pueden depararnos sorpresas capaces de modificar toda nuestra vida), y también del proceso doloroso por el que dos mujeres conocen su lugar en este mundo de locos. En este último aspecto, una mujer real sirvió de modelo.
Hay en tu prosa cierto equilibrio entre un nervio innato y también, a veces, un lirismo muy particular.
La prosa está al servicio de la novela, y ésta vive en dos universos paralelos: la aventura, plagada de cambios, de acción y movimiento, y la psicología de los personajes, donde el narrador es más sensible, más pausado. Para escribirla tuve siempre presente la música de Debussy, que es violenta y misteriosa, dulce y agresiva.
¿Cómo te esperas esa suerte de esquizofrenia que puede presentarse con tu novela entre respuesta comercial y recepción de la crítica?
Ni idea. Sé que en España existe una fractura muy dolorosa entre la literatura popular y la elitista. Muchos escritores que conozco desean contar algo a los lectores pero son incapaces de abandonar la pose exclusivamente intelectual. Hay dos anaqueles que recelan entre sí: la crítica culta desprecia a quienes venden, y estos llaman pedantes a los críticos. No sé qué ocurrirá con mi libro, pero tengo la esperanza de que esta frontera se disuelva. Hay un telón de acero que los escritores del presente tenemos que derribar.
¿Crees entonces que los escritores de hoy están más pendientes de lo que opinen sus colegas y correligionarios, las fuerzas vivas del pueblo o la intelligentsia de la cultura, que de lo que piensen o sientan los lectores?
Desde mi perspectiva de recién llegado, casi de aprendiz, veo muy claramente ese telón de acero que te comento. Muchos escriben para que les lean otros escritores, para los críticos o para los lectores de cualquier suplemento cultural. Esto es totalmente respetable e incluso te diré que yo leo a estos autores y aprendo muchísimo de ellos. Si uno escribe con sinceridad, se le acercarán lectores de un tipo u otro. Pero tenemos pocos Franzen en España. Pocos Kundera o Coetzee, poquísimos Muñoz Molina, solamente uno, si me apuras.
Toole, Faulkner, Hamsun, Sterne... La conjetura de Perelmán, como producto literario, ¿puede contener trazas de otras lecturas?
No sé si me han influido más el cine, la música o la literatura. Dejemos esto a los críticos, que tienen que comer.
Escribiste tu novela más o menos desconectado, en Águilas, donde naciste. ¿Sienta bien apartarse, quedarse de vez en cuando al margen del ruido general?
Para escribir es necesario vivir muchas cosas y yo, pese a que no tengo un duro, no me privo de nada. Mi vida en Madrid y Barcelona, o mis viajes por Islandia, Ucrania o Estados Unidos me han dado un buen repertorio de experiencias. Me queda un mundo por aprender, pero ya tenía algunas cosas que decir y tomé la decisión de hacer una pausa, irme al pueblo y enfrascarme en una novela para convertir lo ya aprendido en una historia. Y me divertí muchísimo, por cierto.
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Publicada en la sección de Cultura del n.º 1.531 de la revista Tiempo el viernes, 25 de noviembre de 2011.