Artículo "Bajo la tormenta" en BCN Week, con Juan Soto Ivars

BAJO LA TORMENTA
LA LITERATURA, PARAGUAS CONTRA LA INTOLERANCIA

La escritura es una forma de no bendecir la realidad, de cuestionarla. Con la literatura el ser humano hace lluvia y hace vida cuando dice lluvia y dice vida, pero a lo largo de los siglos demasiados escritores han tenido que empuñar un paraguas ingrato y difícil, cada vez que la intransigencia les ha obligado al silencio. La censura y la intolerancia son tan antiguas como nuestra civilización, pero tal vez desde el siglo XX hayan dejado de manera más sangrante su oscura huella. La lista de escritores que, bajo un régimen autoritario de cualquier signo y por sus obras e ideas, han sido censurados, encarcelados, desterrados o asesinados parece, por desgracia, interminable. Las dos grandes ideologías antagonistas que llevaron al mundo al borde del colapso a mediados del pasado siglo arrollaron con todo su aparato represor a una constelación irrepetible de escritores, especialmente en lengua rusa y alemana. Pero la infamia es universal: también en otras latitudes y bajo la misma clase de totalitarismos perecieron autores como el japonés Takiji Kobayashi o, en épocas posteriores, artistas como Gao Xingjian tuvieron que dejar la China comunista, por no hablar de los escritores bajo el yugo islamista radical. En nuestro país, poetas como Lorca o Miguel Hernández cayeron bajo el águila franquista, que expulsó de su nido a toda una generación de escritores. Los exiliados contribuyeron a la expresión literaria en otros lugares, sobre todo en América Latina, donde más tarde también iban a sufrir, un golpe militar tras otro, los propios autores hispanoamericanos: entre tantos, Neruda apenas fue capaz de sobrevivir a Allende y Rodolfo Walsh de evitar las balas ultraderechistas. Cabrera Infante, apartado de Cuba por el régimen de Castro, escribió en un artículo que “la nostalgia, como el exilio, mata”. Lo decía en 2002, en la revista Letras Libres, a propósito de Joseph Roth, de Stefan Zweig y de decenas de escritores prodigiosos que tuvieron que dejar su país (aquella patria desmantelada que fue el Imperio austrohúngaro) para acarrear consigo una carga insoportable de vacío. Mientras huía de los nazis, el gran Walter Benjamin no se dio tiempo a sí mismo para esa melancólica agonía y murió en Portbou en 1940, al otro lado de la misma frontera que cruzó Antonio Machado, también huyendo del horror para morir en Collioure. Nunca como en aquellos años la literatura fue un paraguas tan frágil para resistir las tempestades de la ignorancia y el odio.

Ilustración: © Sergi Bellver 2011

Sin embargo, salvo casos como el español y hasta su rebrote de los 70 en el Cono Sur, la pesadilla fascista (que también en Italia causó estragos, como sabrían Cesare Pavese y tantos otros) tuvo en Europa fecha de caducidad, mientras que el rodillo soviético prevaleció, alimentado por la Guerra Fría (del otro bando, conviene no olvidar la “caza de brujas” en los EE.UU.). Durante décadas, autores tras el telón de acero vivieron un acoso constante. Sándor Márai o Bohumil Hrabal son sólo dos ejemplos. Con todo, sería en la URSS donde la tragedia silenciosa cobraría dimensiones casi bíblicas. Pocos casos tan sobrecogedores como el de Anna Ajmátova. Y pocos testimonios tan lúcidos y desgarradores de la barbarie ideológica como Archipiélago Gulag, de Aleksander Solzhenitsyn. Viktor Shklovski, Boris Pasternak, Vasili Aksiónov, la nómina es extensa y abarca varias décadas, aunque fue en las primeras cuando la Revolución castigó con mayor virulencia el talento y la disidencia. La tormenta que destruyó los tejados de los artistas bajo la nube de Stalin se resume en la página 66 de La mentalidad soviética, el libro en el que Isaiah Berlin da cuenta de sus reflexiones y encuentros con escritores rusos durante los años cuarenta: “Unos se amoldan a nichos seguros porque creen en los preceptos soviéticos. Otros se aplican en calcular cuánto pueden ceder a las demandas de propaganda del Estado prestando sumo cuidado en no ofender y dándose por satisfechos con poder vivir y trabajar sin recompensa ni reconocimiento”. En la estela de los segundos conmueve especialmente la historia de Mijaíl Bulgákov. Cometió un pecado: “No escribo sobre campesinos porque no me gusta el campo, y no escribo sobre obreros porque no conozco su mundo”. Peligrosamente burgués, Bulgákov escribió Corazón de perro, una queja, en clave de ciencia-ficción grotesca, contra la obligación de compartir casa con obreros que, por la falta de viviendas, acució Moscú con el éxodo campesino. Mordaz y confiado, durante los años veinte Bulgákov cavó su propia sepultura con obras teatrales y relatos cada vez más cáusticos con el idealismo soviético. Hasta que el propio Stalin le prohibió seguir publicando o representando sus obras y también salir del país. Podía escribir, podía vivir, pero estaba enterrado.

Con Bulgákov jugó Stalin un tira y afloja especialmente espantoso, puesto que su obra teatral La guardia blanca tenía el dudoso honor de ser una de las favoritas del dictador. “Va usted a hablar con el Camarada Stalin”, dijo una voz telefónica en mitad de la noche. Bulgákov había pedido personalmente a Stalin que le permitiera abandonar la URSS. La carta decía algo así como “puesto que tengo la desgracia de no servir a la causa, de escribir libros y dramas que hacen flaco favor a nuestro gran proyecto, le suplico que me deje abandonar el país. No quiero jugar, jamás, en nuestra contra”. Escribiría más tarde en su diario que la voz de Stalin sonó benevolente. Le preguntó si estaba seguro de que quería salir del país. Acobardado, desconfiado, Bulgákov le respondió que no. Se arrepentiría en el acto de su flaqueza, y pasaría el resto de sus días como empleado de tercera en pequeños teatros moscovitas. Su obra, siempre tras el telón. El maestro y Margarita, una novela en la que el demonio aparece en Moscú y pone patas arriba la Revolución, es la más conocida. En ella, una frase resulta paradigmática de los escritores destruidos por la censura: “los manuscritos no arden”. Para demostrarlo, nuevos relatos de este maestro han aparecido en nuestro país: los de Notas en los puños (acompañados del drama Iván Vasílievich) en la editorial Alfabia; la colección Salmo y otros cuentos inéditos, reunidos por Nevsky Prospects; y Corazón de perro y La Isla Púrpura, en un volumen de Galaxia Gutenberg que incluye partes de su diario y de su carta a Stalin. La Historia “absuelve” a los verdaderos artistas y no, como auguraba para sí mismo Adolf Hitler en su infame Mein Kampf, a los criminales.

El paso de los años termina por convertirse en el verdadero paraguas para la obra de los escritores que murieron ahogados por el diluvio de las dictaduras. Pero hoy, en este tiempo de tibieza y autocensura, bajo este régimen global solapado en el que la literatura parece amordazada por lo políticamente correcto (los biempensantes se han convertido en los nuevos jueces supremos, que pontifican si leer a Céline o a Hamsun es o no de mauvais ton), cabe preguntarse dónde quedan aquellos escritores audaces, dónde su compromiso con la verdadera libertad de pensamiento. Solzhenitsyn, una vez fuera de la URSS, criticaría también los desmanes del capitalismo. Y es que hoy, ante esta producción editorial en serie con aroma de hamburguesa y pollo frito, ante este recetario sin ideas y de menú infantil, bajo la nueva esvástica del código de barras, toca cuestionarse más que nunca contra qué tormenta deben abrir los escritores su paraguas, dónde hacen ahora lluvia al decir lluvia, cuándo vuelven de veras a hacer vida al decir literatura.

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Sergi Bellver (Barcelona, 1971) ha editado el libro Chéjov comentado (Nevsky Prospects), participa en la antología La banda de los corazones sucios (Baladí) y colabora en el suplemento Cultura|s de La Vanguardia y la revista Tiempo.
sergibellver.blogspot.com

Juan Soto Ivars (Águilas, 1985) escribe en la revista Tiempo y en el magazine Ling, de la aerolínea Vueling. Publica una narración por entregas en la revista Yorokobu. Su primera novela llegará en otoño a las librerías. facebook.com/juansotoivars

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Publicado en el número 95 de la revista BCN Week, marzo de 2011 (enlace web / +enlace ISSUU directo a p. 6 y 7).