Higashino y la devoción
Sergi Bellver
Existe una voz japonesa, aware, que expresa la emoción ante la impermanencia o la fugacidad de las cosas hermosas. Muy propia de la cosmogonía nipona, esa conmoción por la fragilidad y la caducidad de la Belleza, como ante la flor del cerezo, lleva, lejos del lamento, a una experiencia intensa y consciente del momento presente. Tal vez eso explique la extraña sintonía que, más allá del tópico y de la impresión de cierta esquizofrenia social que ―desde nuestro prisma― creemos percibir en el vertiginoso Japón actual, consigue armonizar tradición y cambio en aquella cultura. Esa doble huella se halla íntimamente impresa en los japoneses, tan fieles a su naturaleza como pendientes del resto del mundo, en especial de Occidente. El escritor japonés Keigo Higashino explora, sin embargo, los riesgos y las grietas de esa dualidad en La devoción del sospechoso X, la novela que acaba de publicar Ediciones B y con la que puede leerse por primera vez a este autor en español. Novela que tiene tanto de crónica del Japón actual ―lugares y modos del Tokio más genuino impregnan el ambiente en todo el texto, contemporáneo pero fuertemente arraigado al espacio que dibuja― como de retrato de una realidad que trasciende fronteras, a través de una historia que puede conectar con un lector de cualquier parte del globo, ya que explora un registro universal: la pulsión de nuestra parte más sombría, innata a todo ser humano y que puede llevarnos de la devoción al crimen o de la rutina al abismo. Resulta curiosa la coincidencia de aquella voz nipona, aware, con otra expresión en inglés, to be aware, es decir, “estar alerta” o “permanecer atento”, a la hora de pensar en esa doble mirada de la cultura japonesa hacia sí misma y hacia el exterior, apegada a la lentitud y a su liturgia y al mismo tiempo arrobada en la velocidad y la innovación. Una mirada que no siempre halla reflejo de nuestro lado, ya que a menudo filtramos todo lo que llega del archipiélago con el cedazo de nuestra idea preconcebida de Japón, una inercia que libros como el de Higashino puede ayudar a romper.
La devoción del sospechoso X retrata la esencia del Tokio de hoy, pero esta novela negra explora también la parte más oscura de la condición humana, la que puede arrastrarnos de la obsesión al crimen.
Sin llegar a encriptar del todo su existencia ni provocar esa suerte de subgénero literario que lleva a muchos lectores y a otros autores a perseguir el rastro de escritores tan esquivos como Thomas Pynchon o tan ermitaños como lo fue durante buena parte de su vida Jerome David Salinger, Higashino mantiene cierta distancia con lo público, ya que apenas concede entrevistas y no se deja fotografiar fácilmente. Celoso de su espacio y de su privacidad, algo escéptico en cuanto al mercado editorial e interesado en pasar desapercibido por las calles de Tokio, como cualquier otro ciudadano de mediana edad ―tarea cada vez más compleja, pues en su país La devoción del sospechoso X ha ganado el importante Premio Naoki, sus libros se venden ya por millones y originan versiones cinematográficas; Google, además, siempre está dispuesto a señalar un rostro con el dedo de cualquier lector impaciente―, Higashino, sin embargo, se revela en su literatura como un detonador capaz de hacer saltar por los aires el tedio y, con la onda expansiva, derribar de paso unos cuantos prejuicios en torno a la novela negra en general y a la literatura japonesa contemporánea en particular.
Hábil ingeniero a la hora de diseñar el mecanismo de su novela y el perfil ―psicológico― de cada una de sus piezas, Higashino consigue un perfecto artefacto de relojería cuyo final deslumbra al explotar.
El autor de La devoción del sospechoso X es sobre todo un creador de tramas, un tejedor de ideas alejado de la deriva lírica de otros escritores japoneses de éxito en Occidente ―de éxito comercial, cuando menos―, como, sin ir más lejos, Haruki Murakami, ubicuo en las librerías españolas con 1Q84 (Tusquets). La ambición literaria de Higashino, antiguo ingeniero automovilístico convertido con el tiempo en escritor, tiene más que ver con la activación de resortes mentales en el lector y el desarrollo psicológico de sus personajes que con el mecanismo de recompensa emocional instalado en otro público afín a un tipo distinto de historias más, digamos, predecibles. Tal vez por ello, el género negro suponía la elección más inteligente para este autor, con toda la estrechez de esa etiqueta para un libro como La devoción del sospechoso X, crónica de un crimen anunciado y de un reto científico y policial que ya ha arrasado en las listas de ventas de países como Estados Unidos y el Reino Unido, donde la prensa ―The Times, en concreto― no ha tardado en comparar a Higashino con Stieg Larsson. El símil no parece gratuito pues ambos autores comparten bastantes más cosas que la novela negra como marco, el crimen como pretexto y la saga como formato: La devoción del sospechoso X pertenece a Dr. Galileo, serie de novelas protagonizada por Yukawa Manabu, un profesor excéntrico que se sirve de inusuales análisis científicos para desentrañar misterios criminales. La saga ya ha sido objeto en Japón de una serie de televisión y llegó en 2008 a las salas de cine. No obstante, Higashino no pierde el norte en su motivación a la hora de escribir: “Quiero que la gente lea mi trabajo y llegue a entender cómo piensan, aman y odian los japoneses”, dice en una de sus escasas entrevistas.
La flor del cerezo
La publicación de La devoción del sospechoso X y el eco que puede tener la novela en España parece una excusa ideal para revisar la presencia de la mejor literatura japonesa moderna y contemporánea en nuestras librerías. Para el lector español la de Japón es, del siglo XX hasta aquí, una cultura audiovisual y tecnológica: desde el gran cine de Kurosawa o el de Imamura a iconos de la serie B como Godzilla; de la explosión del manga y el anime con joyas como Akira o El viaje de Chihiro a sagas del videojuego como Final Fantasy, tradición e innovación recorren esos distintos acentos de un mismo lenguaje narrativo. La sociedad japonesa, en especial la urbana, resulta a menudo alienante para este prisma nuestro con el que la observamos: el vértigo de su desarrollo tecnológico y la imagen de eficiencia de los japoneses ―y sus insólitas huelgas― contrasta con fenómenos cada vez más frecuentes como los desempleados sin hogar o los hikikomori ―jóvenes recluidos en casa por voluntad propia― o la venta de ropa interior femenina usada y de revistas sobre menores en ropa interior y actitud provocativa ―publicaciones perfectamente legales―. Los hijos adolescentes de esos mismos japoneses que llegan a España armados con su sonrisa aséptica y su infatigable cámara de fotos, leen por millones novelas compartidas por mensajes en sus móviles de última generación. Pero del mismo modo que esos japoneses creen reconocer algo de su propia esencia en el sentido de la entrega y del honor que interpretan en el flamenco o en las corridas de toros, un español puede acercarse a su literatura con esa misma atención y descubrir que la alienación puede no ser tanta. Menos violenta que la de Richard Chamberlain en la serie Shogun; no tan tópica como la de Michael Douglas en Black Rain (Ridley Scott), y sí contemporánea y abismada como la de Lost in translation (Sofia Coppola), donde todos éramos un poco Bill Murray.
Decir literatura japonesa en España es pensar en los haikus de Basho, los cuentos de Akutagawa, la maravillosa literatura de Kawabata y la de su discípulo, el irrepetible Mishima. El Nobel Kenzaburo Oe, los textos de Tanizaki y best sellers como el mencionado Murakami, o Nakamura, probablemente sean las primeras referencias en la memoria del lector. Pero en los últimos años varias editoriales ―y alguna de manera exclusiva y excelente, como el sello Satori, íntegramente dedicado a la cultura nipona― están recuperando grandes obras de la literatura japonesa de los siglos XX y XXI, desde peces raros en su propio país como el excepcional Shusaku Endo, que ahonda en el pasado más oscuro del Japón moderno con El mar y veneno, a autores contemporáneos como el prodigioso Yasutaka Tsutsui. No hace tanto que Fukushima nos ha recordado a todos la impermanencia de las cosas, lo que nos invita a buscar una experiencia más intensa y consciente. Como la flor del cerezo, toda belleza es efímera, pero al menos la de la mejor literatura japonesa promete el aware, esa conmoción, una devoción sospechosa de atrapar al lector.
Una geisha y siete samuráis
El cielo es azul, la tierra blanca, de Hiromi Kawakami (Acantilado). Conmovedora, sutil y hermosa historia de amor, alejada del tópico y con una memorable protagonista femenina.
Namiko, de Tokutomi Roka (Satori). Todo un clásico de la literatura japonesa, con la misma intención moral de Anna Karénina o Madame Bovary, recuperado ahora por Satori.
Paprika, de Yasutaka Tsutsui (Atalanta). El japonés más original e imaginativo entre sus contemporáneos, tanto en esta onírica novela como en sus relatos, también publicados por Atalanta.
Botchan, de Natsume Sōseki (Impedimenta). Tal vez el primer pequeño gran éxito de un autor japonés entre las nuevas editoriales independientes. Una novela maravillosa.
Indigno de ser humano, de Osamu Dazai (Sajalin). Obra magna que combina tintes autobiográficos con una historia desgarradora. Uno de los pilares de la literatura japonesa moderna.
Kinshu. Tapiz de otoño, de Teru Miyamoto (Alfabia). Prodigio narrativo con el que Miyamoto demuestra su sabiduría al asomarse a las contradicciones de la condición humana.
Kanikosen, de Takiji Kobayashi (Ático de los Libros). Junto a Endo, el otro descubrimiento japonés de este sello, una historia de absoluta vigencia que ya va por su tercera edición.
Idéntico al ser humano, de Kobo Abe (Candaya). Irónica, profunda e inteligente, la escritura de Abe resiste la reiterada comparación con la de Franz Kafka.
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Versión íntegra y con algunos contenidos añadidos al artículo publicado en la sección de Cultura del n.º 1.525 de la revista Tiempo el viernes, 14 de octubre de 2011.